Wednesday, September 11, 2013

El Síndrome del Jamón del Sandwich, o Sobre cómo es vivir con el corazón viajero

Salir de vacaciones era una experiencia alucinante cuando era niño. Nací y crecí en una ciudad de tierra fría: Bogotá. 2600 metros más cerca de las estrellas y del polo norte. Una ciudad que cuesta explicarle a los extranjeros pues asumen que al ser país tropical todos andamos en sandalias y exóticas vestimentas por todos lados.
Pues claro, escapar de este frío a una ciudad de clima caliente o a la playa era toda una aventura. La piscina, la comida, andar sin camiseta, con los dedos arrugados de estar tanto tiempo en el agua, la espalda roja a las 8 de la noche y los papás poniendo (o aplicando, aún no sé usar bien el verbo) crema hidratante, los primos, el juego, las cigarras. Todo, todo era una experiencia.
Volver a Bogotá era una mezcla de tristeza porque se acabó el paseo, el calor, el andar por todos lados en pintas (looks) desfachatados, y de alegría por venir a exhibir el bronceado (o la quemada atroz) a los amiguitos y retomar la vida.
Esos dos sentimientos se quedaron en mi vida y han ido evolucionando. En la juventud se fueron transformando en una incomodidad por estar en esta ciudad (ahora ando en Bogotá) y su clima y contaminado aire, con la consiguiente ansiedad por viajar y conocer otras culturas, países, idiomas. Fue esta razón inicial la que me impulsó, entre otras razones, a estudiar algo que me permitiera viajar. Y bueno, unos padres que me apoyaron tanto en el estudio como en los viajes.
Cada regreso a Bogotá o a Colombia era una experiencia diferente. Permanecía esa tristeza y nostalgia por regresar a lo estático, la rutina, el clima frío y la expectativa por la próxima aventura.
La experiencia en Guatemala fue un punto aparte. Algo hizo conmigo, transformó radicalmente mi forma de ver la vida, los valores, las prioridades. Hice una casa allí, amigos, familia, pareja, perro, todo!
El estar de vuelta en Colombia me ha hecho reflexionar sobre las velocidades interna y externa. La diacronía que se establece entre las rutinas que han ido evolucionando a su propio ritmo y bajo sus propias reglas en el país. Mis amigos han ido evolucionando igualmente, mi familia. Han construido nuevos edificios, derrumbado otros, las calles que antes recorría ahora han mutado, algunas para ser más bellas, otras para ser corredores nefastos dedicados a l venta y comercialización de una experiencia "urbana".
Y el otro ritmo, el interno mío, el que se transformó (mutó dirían algunos) para adaptarse a las realidades de otro país, a las demandas del trabajo, a la soledad, a la nostalgia. Algunas veces desperté sintiendo las ganas de pasear por estas calles que ahora me veo forzado a recorrer para ir a tramitar algún documento o visitar alguien. Ese ritmo que tomó su propia velocidad, independiente de mi voluntad, ajeno a mis deseos.
Cuando estoy en silencio, contemplando, puedo sentir ese desajuste. Hay veces que me cuesta entenderlo y me agita, hay otras que me altera el sueño, hay veces que solo es un susurro mientras voy en un taxi oyendo música en el iPod.
He ido pensando en que existimos personas con un corazón viajero. Digo corazón para referirme a los deseos, al sentimiento de exploración. Porque no hay razones (a menos que uno pretenda ser psicoanalista e indagar en el subconsciente). Y comenzamos a vivir de una manera más nómada. Una amiga lo llamó el "Síndrome del Ex-Pat". Yo he dado en llamarlo Síndrome del Jamón del Sandwich. Han abierto un sandwich alguna vez? Y ven que el jamón del medio (o los vegetales, para no herir susceptibilidades) está untado de mayonesa, migas de pan, quizás algún aderezo adicional? Pues así me pienso a veces. He ido atesorando experiencias, recuerdos, conversaciones, risas, lágrimas, momentos innombrables, palabras extrañas, gestos, empaques de chocolates en idiomas extraños. Me he ido volviendo un jamón multicolor (así suene algo "grotesca" la metáfora).
Al mismo tiempo he ido cultivando una melancolía, que brota por ocasiones, con canciones en especial, que me roba suspiros y sonrisas.
Es un sentimiento de no encajar en ningún lado y al mismo tiempo pertenecer a todos los lugares a la vez. Algo que cuesta describir pero que Kundera puede exponer con mayor lucidez que yo en sus libros (por lo cual me gusta mucho leerlo y los invito a que lo hagan).
En inglés se diferencia house (casa) de home (hogar). Y esta diferencia me ha servido enormemente para entender qué me pasa cuando estoy fuera. Puedo crear una casa, temporal o "permanente", en la que me siento a gusto y lleno por un momento, pero siempre está el hogar, en Bogotá o en algún sitio que aún no conozco. Y allí, así sea inmaterial, me remito para vivir una soledad creativa y expansiva. Expansiva porque me permite viajar dentro de mi mismo, de reflexionar en silencio, de hilvanar líneas que luego me siento obligado a concretar en estas columnas.
Adaptarse entonces, no es más que sincronizar el ritmo externo con el interno, diferenciando el aquí y ahora con el refugio material o inmaterial que se construye para sí mismo. Y en eso comienza a radicar la felicidad: en no juzgar con tristeza ni euforia lo que se vive o se conoce sino en asumir la continuidad de la vida, en los ciclos de energía, y lo más importante, hacer valer la pena cada encuentro, cada conversación, cada acto de humanidad.
La piscina, el andar desfachatado y el jugar con los primos se vuelve así en la urgencia de vivir como un ser humano, en todo el sentido de la palabra. En permitir que el amor y la vida fluyan. Y si eso lo apoyamos con nuestra profesión, es la gloria plena.

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