Monday, September 23, 2013

La inaceptabilidad de la violencia: poco chile en mi panito para disfrutarlo mejor

Uno de los debates que marcan el estudio de la ciencia política, y otras disciplinas en el campo de las ciencias sociales, es sobre el origen o causas de la violencia. ¿Por qué somos violentos los seres humanos? ¿?por qué hay sociedades más violentas que otras? Y una vez se aventuran hipótesis explicativas sobre el fenómeno se procede a exigir propuestas para intervenir y erradicar este problema (pues es indefendible que sea una virtud ser violento, a menos que se hayan visto demasiadas películas de Hollywood desde pequeño y se quiera ser "superhéroe" -razón por la que no defiendo esa clase de películas por cierto).

Cuando crecemos en sociedades de Latinoamérica, tendemos a creer que es un sino ineluctable el ser violentos. Lo vemos en toda hora, en todo lugar. Desde la violencia con que se "educa" a los hijos e hijas, esperando que un par de palmadas, juetazos o chancletazos les hagan mejores personas, hasta los asaltos a mano armada o con trajes italianos y corbatas francesas en los bancos y altas instancias del gobierno o la banca. Es una única respuesta, un medio infalible (creemos a veces) para resolver los problemas.

Guatemala y Colombia comparten un pasado violento (para Colombia es un presente de hecho) en el que se han vivido cruentos conflictos armados que desangraron y desangran nuestros pueblos. Claro, así es argumentable para algunos que la violencia tienes fines legítimos: salvar al país de una amenaza comunista, proteger los intereses de la nación, hacer patria, evitar que los sucios lleguen a gobernar. Los Estados hacen así una apología a la violencia, sea por acción o por omisión.

Pero, ¿por qué no todo guatemalteco/a o colombiano/a no es violento por naturaleza? Yo apuesto por una hipótesis, recubierta de mucha confianza en la raza humana, de que no es un comportamiento natural y que los seres humanos somos en gran medida amor.

"Ya volvió Jorge con sus cosas hippies" estarán diciendo algunos. Ese pensamiento instintivo ya me daría que pensar. Porque calificar, o mejor descalificar una creencia de este tipo por ser "hippie" es una expresión de los duros que nos hemos convertido y en lo escépticos que nos hemos tornado en relación a las vías pacíficas. Yo creo, firmemente, que nunca, ojo NUNCA es aceptable la violencia. Porque Gandhi lo decía mejor que yo: "Todo lo que se consigue con violencia tiene que ser mantenido con violencia". Y los ciclos que se abren cuando respondemos violencia con violencia jamás se cierran.

En la dimensión interpersonal o familiar resulta relativamente sencillo de llevar a cabo. Mirar através del corazón, con un amor profundo hacia el otro ser humano como un hermano, sea de sangre o sea como miembro de nuestra colectividad. Esto debe llevar inevitablemente a que seamos incapaces de lastimarle. Subámolo de nivel: empresarios/as y políticos/as. Si ellos y ellas fueran capaces de ver a sus empleados, competidores, personas que viven en comunidades como sus hermanos y hermanas sería imposible que se decidieran por explotarlos laboral o económicamente.

Esto remite a otro concepto básico: el amor es el pegamento del universo. Es la fuerza que mantiene las cosas, moléculas, átomos y a las personas unidas. Por ello, la violencia es amor pero en un sentido inverso. Sería necesario responderle al/a violento/a con amor, mostrarle su error, re-encausar su odio al cauce natural del amor. Ver nuevamente con ojos de fraternidad y no como amenaza.

¿Suena difícil? No debería. Pero luchamos contra las creencias profundamente enraizadas por esta cultura que enaltece la violencia y la convierte en valor. Pero basta con que hagamos dos cosas: queramos profundamente a una persona y queramos progresivamente a toda la humanidad. Volvamos a tener confianza en que las cosas pueden ser mejor, olvidemos que unos/as cuantos/as aún están en un estado violento, aceptemos que estamos compartiendo esta vida, este planeta por un tiempo y que debemos procurarnos el mejor viaje posible. La segunda cosa es observar a los perros, con su alegría perpetua, con sus temores, con su capacidad de amar incondicionalmente y de privilegiar el amor sobre otras emociones.

Estos días en Colombia me han hecho reafirmar estas creencias. Es un país que requiere de movimientos sutiles, casi imperceptibles, que nos ayuden a creer en un mejor futuro. Esto tendrá que ser una conversión interpersonal pero también un proyecto basado en el disfrute pleno de los derechos humanos para todos y cada uno de los que tuvimos el sino de nacer y crecer en esta tierra y de todos aquellos hermanos y hermanas que la han adoptado como su tierra. No sólo de creencias bonitas se vive sino que se requiere de la política, una política de la amistad, que nos haga volver a creer como nación.

El próximo paso: pensar, conectar el corazón, sentir, dejarse llevar, dar un abrazo espontáneo y sincero, querer que las cosas cambien, sonreir, saludar amablemente, compartir. Al igual que una medicina, al principio dará algo de dolor y molestia pero progresivamente irá haciendo sentir mejor, mucho mejor. ¿Se animan?

Tuesday, September 17, 2013

Amor, humanidad y acción: entre la música, el arte y la política

Call me Kuchu, un documental sobre activistas LGBTI en Uganda, en el proceso de trámite de un proyecto de Ley que endurecía las penas por las prácticas homosexuales en el país, me hizo atar varias cosas. Quizás sea un asunto de poner en línea los ataques contra los defensores de derechos humanos en cualquier parte del mundo. Simultáneamente, en Colombia, se conmemora el aniversario del cruel asesinato de un profesor en una Universidad pública del caribe. Posteriormente, recuerdo los asesinatos de líderes campesinos en Guatemala. Finalmente, pienso en las miradas y en las palabras que he recibido personalmente cuando discuto sobre estos temas, llegando incluso al "pero como se ha vuelto de guerrillero usté".

Reflexionar sobre la humanidad ha sido una tarea de siglos, que ha convocado a filósofos, sociólogos, politólogos, todos tratando de explicar-se y explicar-nos, porque somos lo que somos, porque hacemos lo que hacemos. Y bueno, me tocó el turno de dar un aporte sobre que vínculos establecemos y qué nos motiva para actuar cómo lo hacemos.

En un taller en Guatemala, con activistas LGBTI, reflexionábamos colectivamente sobre la familia puede ser un espacio o un actor que promueve la discriminación y la violencia cuando uno de sus miembros sale del clóset (se reconoce públicamente como LGBTI). Algunos de los miembros contaban sus historias entre lágrimas, con dolor comentaban lo que habían tenido que vivir y como han preferido cerrar ese capítulo de sus vidas y seguir adelante. Otros hablaban con odio y promovían la idea de que se debía hacer algo urgente y contundente, rayando incluso en la violencia. Yo, en ese momento concluí con algo que pienso seriamente: nadie actúa con odio, menos hacia alguien querido, y por ello debemos entender porqué hace lo que hace y mirarlo a través de los ojos del amor (o del corazón). Claro, al excepción serían las personas con una patología sociopática que son otro asunto.

Creo eso, que todas las personas actuamos guiadas por la noción de que estamos en lo cierto, que la forma como vemos la vida es la única y que queremos lo mejor para todos lo que están cerca de nosotros. Claro, definimos esa noción con base a la experiencia, los valores, los ideales, y sobre todo por la política. Apostamos por una imposición de nuestro estilo de vida a los demás y queremos que encajen y así prevenir sufrimientos. En ese sentido, los ataques contra los defensores de derechos humanos se explican por el desajuste que implican para un modelo de explotación, de organización social, de vida.

El amor, según lo entiendo últimamente, es un vínculo que establecemos todos los seres humanos. Es la forma como creamos redes y en la que procuramos que todos vivamos mejor. Pero, es compatible con esas otras prácticas? Puede un asesino basarse en el amor cuando acaba con la vida de un/a defensor/a? Yo sospecho, que dejando las explicaciones económicas (me pagaron y me tocó hacerlo) hay un componente grueso de justificaciones morales en sus acciones, creen que hacen lo justo.

La música, el arte en general, nos muestran con crudeza nuestra naturaleza, pero siempre se enfocan en activar pulsiones vitales más fuertes que las de muerte. Nos hacen vibrar de una manera distinta. Y hablo del arte como expresión no como acaparación y exhibición en vitrinas o muros. Por ello es importante oir música, bailar, ir al cine, pasear por museos. Además que debe añadírsele un componente importante, el amor. Un amor que sea comprensivo, que hable de cómo podemos vivir todos juntos, caber en una sociedad, convivir juntos. Esta postura riñe, evidentemente, con la religión, con el orgullo, con el capitalismo.

Si sometemos nuestras acciones a un test de: fraternidad (veo al otro/a como un/a hermano/a), universalidad (lo que yo propongo debería ser algo aplicable a toda persona en todo lugar), humildad (sé que intento hacer lo mejor pero reconozco que puedo fallar), reciprocidad (esto q hago me gustaría que me lo hicieran), replicabilidad (quiero que otros lo hagan), crecimiento (esto ayuda a que yo crezca como persona, que el otro crezca y que ambos crezcamos) y sostenibilidad (si lo sigo, seguimos haciendo, crearemos mejores condiciones de vida). De otro lado, si sabemos en el fondo de nuestro corazón que alimentamos la energía universal, que nos satisface y que nos deja dormir con tranquilidad, concluiremos con son buenas acciones.

Desde una perspectiva interpersonal, internacional o intercultural, la clave está en escuchar. No sólo oir, sino escuchar.

Claro, con esta forma de ver la vida, abrir un periódico, ver Call me Kuchu, ver noticieros, hablar con otros activistas de derechos humanos, termina por deprimir un poco. El mundo pareciera estar en un curso inevitable de luchas contra la vida y el amor mismo. Pero al mismo tiempo tiene destellos de vida, respeto, amor, por doquier. A mi siempre me enternece hasta la médula ver que otras personas tengan gestos humanos: desde ceder una silla a una persona de edad avanzada, una madre que da a luz, un joven que le celebra el cumpleaños a una habitante de calle, alguien que da su vida por una causa o por otra persona.

La vida no se puede definir en blancos y negros, como tampoco en bueno o malo, pero si vibra con pulsiones que nos permiten avanzar, todos al tiempo, hacia una coexistencia menos violenta. Darle la oportunidad al amor, a la vida, a la energía, al arte, a la música, es la única política posible. Todas las demás son desvaríos que debemos combatir, siempre mirando con ojos de amor: aquel que agrede, que lastima, que mata, es un ser humano y por ello debemos tenderle la mano una y otra vez hasta que entienda que actúa mal. No podemos ser violentos, pues disolvemos la línea entre ellos/as y nosotros/as.

Suena hippie, idealista, algunos/as dirán rídiculo, pero es mi voto de esperanza en que a pesar de tanta podredumbre, aún brota la vida en múltiples fisuras. Y prefiero seguirlo creyendo y luchando por ello, para no morir de tristeza.

Wednesday, September 11, 2013

El Síndrome del Jamón del Sandwich, o Sobre cómo es vivir con el corazón viajero

Salir de vacaciones era una experiencia alucinante cuando era niño. Nací y crecí en una ciudad de tierra fría: Bogotá. 2600 metros más cerca de las estrellas y del polo norte. Una ciudad que cuesta explicarle a los extranjeros pues asumen que al ser país tropical todos andamos en sandalias y exóticas vestimentas por todos lados.
Pues claro, escapar de este frío a una ciudad de clima caliente o a la playa era toda una aventura. La piscina, la comida, andar sin camiseta, con los dedos arrugados de estar tanto tiempo en el agua, la espalda roja a las 8 de la noche y los papás poniendo (o aplicando, aún no sé usar bien el verbo) crema hidratante, los primos, el juego, las cigarras. Todo, todo era una experiencia.
Volver a Bogotá era una mezcla de tristeza porque se acabó el paseo, el calor, el andar por todos lados en pintas (looks) desfachatados, y de alegría por venir a exhibir el bronceado (o la quemada atroz) a los amiguitos y retomar la vida.
Esos dos sentimientos se quedaron en mi vida y han ido evolucionando. En la juventud se fueron transformando en una incomodidad por estar en esta ciudad (ahora ando en Bogotá) y su clima y contaminado aire, con la consiguiente ansiedad por viajar y conocer otras culturas, países, idiomas. Fue esta razón inicial la que me impulsó, entre otras razones, a estudiar algo que me permitiera viajar. Y bueno, unos padres que me apoyaron tanto en el estudio como en los viajes.
Cada regreso a Bogotá o a Colombia era una experiencia diferente. Permanecía esa tristeza y nostalgia por regresar a lo estático, la rutina, el clima frío y la expectativa por la próxima aventura.
La experiencia en Guatemala fue un punto aparte. Algo hizo conmigo, transformó radicalmente mi forma de ver la vida, los valores, las prioridades. Hice una casa allí, amigos, familia, pareja, perro, todo!
El estar de vuelta en Colombia me ha hecho reflexionar sobre las velocidades interna y externa. La diacronía que se establece entre las rutinas que han ido evolucionando a su propio ritmo y bajo sus propias reglas en el país. Mis amigos han ido evolucionando igualmente, mi familia. Han construido nuevos edificios, derrumbado otros, las calles que antes recorría ahora han mutado, algunas para ser más bellas, otras para ser corredores nefastos dedicados a l venta y comercialización de una experiencia "urbana".
Y el otro ritmo, el interno mío, el que se transformó (mutó dirían algunos) para adaptarse a las realidades de otro país, a las demandas del trabajo, a la soledad, a la nostalgia. Algunas veces desperté sintiendo las ganas de pasear por estas calles que ahora me veo forzado a recorrer para ir a tramitar algún documento o visitar alguien. Ese ritmo que tomó su propia velocidad, independiente de mi voluntad, ajeno a mis deseos.
Cuando estoy en silencio, contemplando, puedo sentir ese desajuste. Hay veces que me cuesta entenderlo y me agita, hay otras que me altera el sueño, hay veces que solo es un susurro mientras voy en un taxi oyendo música en el iPod.
He ido pensando en que existimos personas con un corazón viajero. Digo corazón para referirme a los deseos, al sentimiento de exploración. Porque no hay razones (a menos que uno pretenda ser psicoanalista e indagar en el subconsciente). Y comenzamos a vivir de una manera más nómada. Una amiga lo llamó el "Síndrome del Ex-Pat". Yo he dado en llamarlo Síndrome del Jamón del Sandwich. Han abierto un sandwich alguna vez? Y ven que el jamón del medio (o los vegetales, para no herir susceptibilidades) está untado de mayonesa, migas de pan, quizás algún aderezo adicional? Pues así me pienso a veces. He ido atesorando experiencias, recuerdos, conversaciones, risas, lágrimas, momentos innombrables, palabras extrañas, gestos, empaques de chocolates en idiomas extraños. Me he ido volviendo un jamón multicolor (así suene algo "grotesca" la metáfora).
Al mismo tiempo he ido cultivando una melancolía, que brota por ocasiones, con canciones en especial, que me roba suspiros y sonrisas.
Es un sentimiento de no encajar en ningún lado y al mismo tiempo pertenecer a todos los lugares a la vez. Algo que cuesta describir pero que Kundera puede exponer con mayor lucidez que yo en sus libros (por lo cual me gusta mucho leerlo y los invito a que lo hagan).
En inglés se diferencia house (casa) de home (hogar). Y esta diferencia me ha servido enormemente para entender qué me pasa cuando estoy fuera. Puedo crear una casa, temporal o "permanente", en la que me siento a gusto y lleno por un momento, pero siempre está el hogar, en Bogotá o en algún sitio que aún no conozco. Y allí, así sea inmaterial, me remito para vivir una soledad creativa y expansiva. Expansiva porque me permite viajar dentro de mi mismo, de reflexionar en silencio, de hilvanar líneas que luego me siento obligado a concretar en estas columnas.
Adaptarse entonces, no es más que sincronizar el ritmo externo con el interno, diferenciando el aquí y ahora con el refugio material o inmaterial que se construye para sí mismo. Y en eso comienza a radicar la felicidad: en no juzgar con tristeza ni euforia lo que se vive o se conoce sino en asumir la continuidad de la vida, en los ciclos de energía, y lo más importante, hacer valer la pena cada encuentro, cada conversación, cada acto de humanidad.
La piscina, el andar desfachatado y el jugar con los primos se vuelve así en la urgencia de vivir como un ser humano, en todo el sentido de la palabra. En permitir que el amor y la vida fluyan. Y si eso lo apoyamos con nuestra profesión, es la gloria plena.